Por última vez, la tarde del 12, fuimos a dar una vuelta por
la ciudad. ¡Qué conejera forman sus calles y casas e iglesias! Como Fez, de
ellas emana el Medioevo: como Lhasa, monjes. Sin embargo, lo que más me
impresionó en esta ocasión fue la proximidad de las desnudas y rocosas colinas
más allá de la garganta del río. Caminando por los estrechos y retorcidos
callejones, uno capta de pronto la visión de una cresta rocosa tan cercana en
el límpido aire de la meseta que imagina que es capaz de lanzarle una piedra.
Esa dura, pedregosa y seca sierra, sin un asomo de agua en ella, con sus
peñascos color hierro, parece como si brotara directamente del extremo de la
calle. Toledo, se dice uno a sí mismo— aunque esto no es en absoluto cierto—,
es una fortaleza edificada en un desierto.
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