El sueño del pasado

Recostada como en blandos cojines, en siete cerros que ciñe el Tajo con amor, Toledo, la amada de los godos, la virgen sarracena cuya pérdida lamentaron tantas veces los poetas musulmanes, la querida de Carlos V, en cuyos viejos muros dejaron los siglos uno tras otro el sello de su gloria, duerme hoy el sueño del pasado.
Nada turba este sueño. Las aguas se deslizan silenciosas por la florida vega; las flores del recuerdo cierran su cáliz sobre las ruinas de los desmoronados castillejos; las sombras de los que fueron yacen en calma dentro de sus tumbas.
Sembradas en las faldas de esos cerros largas hileras de casuchas de varios colores y diferentes épocas, se alargan indefinidamente, retorciendo su cuerpo de serpiente cual si quisieran escalarlos para ascender hasta su cumbre y mirarse desde allí en la tranquila superficie del río; y en medio de ellas, como flores en un prado de ortigas, se alzan severos monumentos, mudos gigantes de granito que parecen lamentar la muerte de las edades que los dejaron tras sí como muestra de su valer; torreones derruidos en cuyas grietas crece el musgo; templos suntuosos que guardan, escrita en piedra, la oración del siglo en que nacieron; palacios que resonaban ayer con los himnos de la grandeza y hoy repiten el canto del buho que anida en sus almenas desportilladas.

Eugenio de Olavarría. Tradiciones de Toledo (1880)


Muros que juegan al escondite


El madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue el límite de su viaje.

Benito Pérez Galdós. Ángel Guerra (1891)



Calles (VIII)



Son las casas de esta ciudad muy espesas y muchas calles angostas y no muy llanas; y por ende como dijimos en el principio dificultosas de andar. Porque hay muchas subidas y bajadas. Son las casas por la mayor parte grandes y hermosas y de muy ricos y alegres aposentos. Las que son mucho mejores por dentro que por fuera parecen. De las cuales más de cuatro mil tienen sus patios cuadrados y ladrillados con sus pozos.

Lucio Marineo. De las cosas memorables de España. (1530)


Inmóvil y seca



Pero hay una Toledo, concreción de tiempo, inmóvil y seca como una piedra, y entre cuyos muros sería insólita y fuera de lugar una carcajada. Allí no caben, al calor que abrasa la aridez de Castilla, otros amores que los tristes o fatalmente trágicos, y Maurice Barrès, la pasión que hace amargamente florecer en recinto semejante, es la nefasta y ardorosamente paladeada de un incesto. Verhaeren anota sus impresiones dolorosas, copia, al aguafuerte, paisajes cálidos y calcinados, colecciona sus almas violentas y bárbaras como los productos de una flora tropical, excesiva y rara.


Rubén Darío. España contemporánea (1907)

Piedra viva


Toledo, piedra viva engarzada en altísimo relieve de viejo peñón castellano, cetro de varios dominios que se extraviaron en la audacia de su vorágine conquistadora, depositaria de esa herencia nunca igualada, se me presentaba en su transición crepuscular, en su modorra musulmana con toda la realidad de su fatalismo confiado y perezoso.
Qué serenidad en el ambiente, ningún ruido se entremezcla con el rumor que sube de las ondas del río.
En estos momentos estoy apoyado en un viejo balcón de estrecha calleja desprendida de una encrucijada, contemplando con emoción el opaco crepúsculo que cae sobre la villa.
Dominando el conjunto, distingo soberbias a ambos costado de la cima, las moles negruzcas de la Catedral y del Alcázar; en tanto que un tañido de campana triste y plañidero suena en una torre lejana, invitando a la oración.

Aquiles Vergara. Banderillas y panderetas: impresiones de viajes por España y Portugal (1921)