El reloj de arena de España

Todavía antes de retornar a Madrid, desde un altozano, echo una mirada sobre el panorama de la ciudad. Involuntariamente, suprimo las pobres esmeraldas de unos cuantos huertos y algunos olivares cuyo verdor no sabría decir si es menguado por la distancia o por el polvo secular. Veo, en cambio, cúpulas, campanarios, torres de iglesias y cruces de conventos por doquier. Creo que, en proporción, ninguna otra ciudad del mundo los contiene en tal abundancia.
Y ratifico: Toledo es el reloj de arena de España que, implacablemente, siglo tras siglo, hora tras hora, minuto tras minuto, gota tras gota, destila sus místicos óleos sobre este mundo delirante y corrompido. Es natural que acabe perforando la piedra y el más duro corazón y los transforme en vados de idéntica ternura, colmados por las dulces y todopoderosas fragancias de Dios.


Félix del Valle y Mendoza. Toledo (1943)













Como un geólogo mira una montaña

 
El anticuario puede examinar Toledo, como un geólogo mira una montaña; puede encontrar, superpuestas, capas arquitectónicas de todos los tiempos, de todas las dominaciones, desde la romana al gran aluvión del siglo XVIII, que echaría todo a perder si las estructuras fuertes de épocas anteriores no llegan a imponerse guiando al geólogo anticuario en su búsqueda de recuerdos.
La ciudad, en su conjunto, merece una mención especial;  imagínate un montón de conventos, iglesias y murallas; a cada paso que das en el recorrido por la ciudad, va cambiando de aspecto. El interior, a excepción de una pequeña plaza de forma peculiar, está atravesado en todas direcciones por calles estrechas y rápidas, pavimentadas con buenas espadas de Toledo (a juzgar por el placer que se siente al caminar por allí). Cuando dos mulas tienen la mala suerte de cruzarse en una de estas vías de comunicación, es necesario que una de las dos camine marcha atrás hasta el primer cruce donde, con dificultad, pasa la otra mula y sigue su camino.

Émile Guimet. A travers l'Espagne. Lettres familières (1862)






 


Lo que esconden las casas y callan las bocas

Los escaparates de las tiendas son también reveladores para quien sabe estudiarlos y comprenderlos. Suelen mostrar lo que esconden las casas y callan las bocas. Ver mucho los aparadores, verlos con atención y con intención, en una ciudad que no se conoce, es prepararse a comprender la sociedad y sus costumbres (...)
Sí tiene Toledo aparadores característicos en su mejor y más concurrida vía: dos, cinco, diez, dominan sobre el conjunto de la vulgaridad. Allí están, dentro de su paralelogramo de cristal, cada uno de ellos es una exposición deslumbrante; éste es un anaquel de santos; el otro, un puesto de cacharros azules; el de más allá, una armería. Esculturillas y estampas sagradas aquí; delante, cantarillos y vasos de loza de Talavera de la Reina, y por todas partes hojas de acero refulgente, espadas, puñales, navajas, con inscripciones y diseños repujados, damasquinados puños, cofrecitos y joyeros de ataujía primorosa, pequeñas ánforas, sobre cuyas formas pavonadas se entretejen los hilos de oro en dibujos intrincados y sutiles.
Al contemplar estas chucherías encantadoras y estas blancas espadas y estos puñales de cubierta afiligranada, sentí el hechizo de la fantástica Toledo, goda, moruna, judaica; la Toledo de los romances viejos, de las crónicas misteriosas, de los orientales placeres, de las devotas austeridades...

Luis G. Urbina. Estampas de viaje (1920)