La ciudad se retrata

Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando su ocaso
apaga su luz gigante;
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prendas de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la Vega
tiende galán por sus márgenes,
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje;
y porque su altiva gala
más a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo en cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.

José Zorrilla. A buen juez mejor testigo (1838)















¿Qué haces ahí?

¿Qué haces ahí, Toledo, asentada sobre esa alta roca de siete cerros, que ciñe en ancho rodeo el celebrado Tajo del oriente a occiente, dominando esa fértil y frondosa Vega y rodeada de empinados montes? Ahí estás como una reina hermosa, olvidada por la ingratitud y maltratada por los años, ostentando aún tus antiguas galas; ahí estás presentando en magnífico panorama tus más preciadas joyas. Aquí tu Alcázar suntuoso que domina con su mole inmensa a la ciudad que aparece dormida a sus plantas; allí la gótica catedral, cuya gigantesca torre parece taladrar las nubes; acá el célebre monasterio, erigido por la fe de Isabel y de Fernando, con sus gallardas agujas y airosos botareles; más allá la grandiosa fábrica levantada por la caridad del consejero del primer monarca de ambos mundos; al lado del occidente las celebradas sinagogas, que respiran todo el orientalismo de sus fundadores; y más adelante, en fin, otros cien monumentos cuyas ruinas aumentan tu dolor y amargura.

José Amador de los Ríos. Toledo Pintoresca (1845)





 








Sombra, luz, dulces palabras

Mil y mil veces anduve, solo o en compañía, por unos y otros parajes; al día siguiente me enteraban de todos los pasos que había dado y aún solían inventar, por añadidura, algún mal paso. Yo no había visto a nadie y en un minuto de aproximación, me decían la hora de mi entrada y salida a cualquier casa que hubiera visitado. Y no se crea fácil, porque hay en Toledo una hora en que el cielo está como plateado y las calles envueltas en sombra, y sólo se rompe el augusto silencio por el grito estridente del gallo o el tañer de timbre chillón de la campaña de algún convento. Media hora después ya todo variaba; descendía la luz y comenzaba el ruido, los arrieros, con recoveros, los cazadores, sacristanes y monagos, los portones de las casas que se abren. ¡Quién fuera aquel que no envidiaba al Conde de Almaviva y conocía en Toledo las rejas por donde trepan jazmines, y donde hay macetas de claveles, y nardos, y rosas, y ojos negros, y dulces palabras que nos hacen amar la vida!

Gustavo Morales. Toledo, Añoranzas (1918)